La recuerdo a Nora rehusando explicaciones sobre su poesía: -Es inútil «le oigo decir», si un mensaje requiere explicación hay algo que falla, alguien, por lo menos, para quien no ha servido». Y la observó, más tarde, seguir con sus dragones, que rimaban incendios sin dejar de ser buenos. Tempestuosos y buenos. Lo que no era, por supuesto, una incongruencia mítica, sino un hecho vital, una necesidad respiratoria: la tráquea gigantesca de los versos en llamas.
Comparto y creo que en buena medida se lo debo a ella, esa postura. Me despreacuparé, por eso, de todo lo que los poemas pueden ofrecer en su transcurso melódico y verbal, en su avidez de siembra compartida, en el rojo desvelo de sus pedernales. Y apenas dejaré salir, con el placer de la infidencia provechosa, uno que otro secreto, de esos que yacen, expectantes, viendo nacer el canto de los gallos o la mansa verdad de las raíces.
Tengo el privilegio de conocer a Nora, algo que no tendrá todo lector. Quiero, pues, ayudarlos. Decirles, por ejemplo, que apresten su nariz, porque la mayoría de los poemas se han hecho en la cocina, probando los versos como se prueba lo tibio de los biberones, hirviendo y sazonando los mismos materiales que Tejada Gómez o Pablo de Rokha ponían con el vino y los ajos en las mesas del pueblo. Y que después no se guardaron en hornos devoradores o en prietas alacenas sino en las manos donde beben los pájaros o una cesta convida sus panes almendrados.
Otro secreto es que en Nora coinciden la palabra y el gesto. No dice lo que no se siente capaz de hacer, ni hace lo que no puede decir. El poema y la mujer comparten, de tal modo, usanzas ancestrales y las envuelven, al mismo tiempo, con destellos de una nueva modernidad. La lluvia puede correr así, límpida y fresca, por la vereda de un sombrero y los días cargar sus herramientas de arena. O aparecer el viento, con su paso acerado, igual que un caminante temerario. O pueden bailar, entre dos bocas, unos besos de menta. No hay lectura, pues, sin vocación de regocijo.
El último secreto -uno que quizás resulte imperdonable, es que Nora no ha perdido la capacidad de soñar otro mundo y que vive y trabaja y hace sus poemas para convencernos de que ese mundo, en la medida que cada artista lo prefigura, ya existe. La complicidad, entonces, se vuelve inevitable.
José Luis Menéndez