Como titiritera de glicinas
que mece silencios
la mujer hornea
la eternidad que irradia el instinto
de estar viva
embarcando sus poros
en renacimientos de fresias,
porque ella es provocadora de primaveras.
Entre el vértigo de antepasados
retorna a los códices
que la sustentan
y en un ritual
de convincentes y propicias lunas
vence al imperio de la desilusión.
Y si la amordaza algún sufrir
habita la chispa
que da ambición a sus caderas,
sin deudas
y con triunfos que traducen
erguidas aguas de nieve
obedece a su pertenencia,
la de asombros y búsqueda.
La mujer pensativa entre la multitud,
a solas con ojeras testigos
de fuentes afortunadas
en lo arduo del buen decir,
o en la caída abarcadora
de otro destino
harto de necedad,
es aguardiente de levedades
ante la encrucijada que insiste
cargando astros
por esa rebelión gestual,
anónima
en el morral antiguo y repentino
del día a día.