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GUATEMALA

a los mayas quichés de Guatemala

masacrados en 1982

por reclamar sus milpas (tierras).

El libro del principio de los mayas,

fermentado en la tinaja de un clima

atizado por la creación,

fue “Corazón del Cielo”.

En él se escuchaba respirar a las milpas,

al desprecio de las hachas

por el ultraje de las selvas

y al diluvio de tambores y flautas

que estremecían al entendimiento

con sus sentencias espulgadoras del ocio.

Había que “pintar, entallar,

labrar piedras preciosas y trabajar la plata”.

Había que cautivar con un calendario

a la majestad del futuro.

En los montes y llanos,

en los arroyos y barrancos del Popol Vuh

eran los demonios jorobados de la antigüedad,

los que desmadejaban a doncellas y mensajeros

con los recados del infierno,

los que hervían

en las presunciones indefensas de la gente,

gente con sones de cacao, caña y madera.

Pero jamás las páginas del maíz y la obsidiana

fueron avergonzadas

por el mandato de la desaparición.

En el señorío de los quichés,

cuando collares, flechas y guacamayos

fortificaban las aguas y el oriente,

no se supo de torturas

que chamuscaran a las mazorcas de la vida,

ni de multitudes enterradas

en las barrigas comunes de los bosques.

Los huracanes, las víboras,

las contiendas que vencían

propiciaban el retoño,

no castigaron a la valentía de los descendientes

de aquellos flauteros y cantores,

que bordan con costumbres de arco iris,

se asemejan a jaguares

y en la esquina de algún tomatal

adivinan pareceres del aire

en sus irrepetibles lienzos.

Nunca en el entonces imperio de los granos,

de las telas con señales desde un cantil

se denigró, se desquició

a los nervios de las siembras,

ni siquiera a las maliciosas sequías o inundaciones;

cerbatanas y escudos dominaban los sustentos

de calabazas, estrellas y panales.

Hasta que el infortunio

descuartizó a la palabra luciérnaga

en el vientre del mismo pueblo,

que sólo invocaba sus razones de águila y copal

y por ello en la tierra de sus labranzas,

de sus pinturas y embriagueces,

los extraños adoradores de un trono ensoberbecido

por la crueldad, la servidumbre y la desgracia,

los nuevos asesinos de los mayas,

los arrojaron al precipicio harapiento,

donde las calaveras chillan

su desesperado dolor

por tantos y tantos huesos malogrados

en una sepultura comunal.

Una y otra vez la verdad originaria

fue mordida, molida, quemada y ocultada

por los ardides de la mezquindad;

pero no olvidar que las barbas de la lluvia

obran rebelándose,

así los guerreros desperezan el arco

y se ofrendan diestros al horcón de la equidad.

Los visajes de la muerte

han sido exhumados

y ello derribó la ruina y la conspiración

del silencio inmóvil

que enloda las lágrimas en el recuerdo.

El humo de hierbas protectoras

ha velado al último holocausto guatemalteco.

El árbol gigantesco estrecha a los hombros

que cargan pequeños ataúdes

y ayuna en el desamparo

el tribunal de la historia.

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