Publicado en “Porfía”
Una a una las pieles de aquel día
las vamos hojeando
como cristales de cebolla,
que se nos antojan
las páginas del libro,
escrito en una jornada
con las plantas de los pies
de aquellos trabajadores,
cansados de enjugar
lo que mortifica.
Salieron al muelle
donde se saldan las cargas,
con quienes han engullido
desde lo minucioso y corriente
sus musculaturas de anhelos,
sus índoles laboriosas
que derruirán por siempre
con desacatos
la intriga,
la opulencia,
lo displicente
y lo que horada
el vigor de sus esencias.
El libro de aquella osadía
erigió fundamentos,
el concentrar y marchar
da vuelta las fechas del menoscabo.
Y en el zócalo concluyente
se absolvieron a raudales
años de prensar haberes,
de tedios regentados por cansancios.
Rompieron la dirección del pagar,
ese eriazo que extingue
luces y convergencias,
lo cancelaron
en la celebración de la unidad
desde el alcázar de la calle
que obraba entre categóricos ímpetus.
Con insigne circulación
la multitud fue glosando
sus innegables proclamas.
El preámbulo de esta andadura
lo acuñaron las maestras
con el blanco rebozo de sus principios
y no pudo la mancha del asedio
reprobar la honra
que amparan los colibríes del aula.
Con valeroso blindaje
repujaron con puntuales barricadas
obreros, estudiantes,
asalariados,
arremetieron
entre arboledas de calzadas
y la casa del poder.
Trocaron lo habitual en hogueras,
palos y piedras demandantes,
levar la rebelión
ante el aporrear de cuarteleros
hasta el resguardo de los derechos.
La ciudad consagrada
a lo escurridizo
que no escruta lo cardinal,
ese cuatro de abril
de mil novecientos setenta y dos,
en la palestra de las dolencias
espoleó su condición apiñada
en el mosto leal
que asevera convicciones,
para confraternizar en la lucha
por la sensatez de lo justo,
animado en el confín andino
y vuelto desmesurado cruce,
encaramado en la memoria
con el nombre de Mendozazo.